“UBUNTU” O “LA SINFONÍA DE LAS PRESENCIAS”.

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Lecciones aprendidas, de una África vivida.

Querido lector, hay palabras en el vocabulario, que habitan en nosotros, mucho antes de que lleguemos a comprenderlas.

«Ubuntu» que, traducido viene a ser: – «Soy porque somos«, fue para mí, una de esas palabras-revelación, que me caló hasta los huesos, como una lenta infusión, al ritmo de las estaciones vividas en África Occidental.

 No fue en los libros donde aprendí esta filosofía, sino en la experiencia de la vida cotidiana, que compartí, con aquellos que la viven, sin siquiera nombrarla.

Recuerdo aquella tarde en Ziguinchor (Senegal) cuando, tras haber perdido mi cartera en un taxi, un desconocido vino a devolvérmela a mi casa. Yo había estado preguntando por la cartera, por todo el barrio.

-«Es lo normal», respondió sencillamente esta persona, a mis emocionados agradecimientos. Esa evidencia del gesto, esa naturalidad del vínculo, fue mi primer contacto concreto con el Ubuntu, mucho antes de conocer esta palabra.

Frente a la anomia que carcome nuestras sociedades modernas, esta África que conocí, me mostró otro camino. En las callejuelas sin asfaltar, o en los patios comunes de las casas, vi desplegarse esta verdad simple: El individuo existe sólo por y para los otros. Exactamente lo contrario de esas sociedades, donde centenares y miles de personas se ignoran soberbiamente.

El odio, aquí, se disuelve en el tejido conectado de las interdependencias entre unos y otros. Recuerdo a aquel viejo pescador senegalés que me explicaba: – “Cuando dos piraguas chocan en el mar, sus dueños deben compartir la comida de la noche. Es la ley del mar”. Una sabiduría práctica que convierte en abstractos nuestros conflictos de ego.

Mi iniciación a este cambio de perspectiva, se realizó en los mercados, donde cada vendedora se convertía en mi «tía», y cada niño, en mi «sobrino». Este parentesco elástico que abarca hasta al extranjero que está de paso, me enseñó más sobre la convivencia, que todos los tratados de sociología. La Francmasonería, que descubrí después, me resultó extrañamente familiar; formalizaba lo que África me había enseñado por inmersión: Sólo nos elevamos juntos.

¿La anomia occidental? Un concepto incomprensible para mi gente de África, que se levanta cada mañana, se cuidan mutuamente a los niños, y cantan y lloran unidos, según los acontecimientos. «Un pueblo donde nadie te llama por tu nombre, es un mal pueblo«, me decía mi amigo Diola Abacar.

Sin embargo, esta África, no es un paraíso perdido. También vi el Ubuntu puesto a prueba por la modernidad: Esos jóvenes que sueñan con el individualismo, esas familias que se descomponen. Pero el remedio existe, y está ahí, en esa memoria tenaz del vínculo. Como cuando, durante un duelo, todo el barrio se transforma en la extensión de una familia, sin formalismos.

Hoy en día, cuando oigo hablar de «convivencia», sonrío interiormente. África me enseñó que eso no se aprende en los discursos, sino que se practica en el gesto cotidiano: ese té compartido con el desconocido, ese tiempo siempre concedido al intercambio, esa certeza visceral de que mi dignidad depende de la tuya.

«Las patas del lagarto no hacen temblar la selva«, dice un proverbio akán. Esta sabiduría de la mesura y de la interdependencia, la respiré durante años. Me transformó más profundamente de lo que jamás imaginé. Ubuntu no es una filosofía; es una manera de ser en el mundo. África guarda esta memoria viva. Y el mundo actual, está muy necesitado de ella.

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